En esta primera entrega de «Historias de cuidado» hablamos con Camila. Hace algunos años, acompañó a su familia en el cuidado y apoyo a su abuela con deterioro cognitivo. Esta es su historia.
“Cuando ella murió y limpiamos su casa, encontramos todos los monederos con plata que ella escondía en diferentes lugares: dentro de zapatos, abajo de una cacerola. Ella los guardaba, porque decía que le estaban robando, y después no los encontraba, lo que reafirmaba la creencia”.
Camila y su familia se dieron cuenta de que algo andaba mal con la abuela cuando empezó a perder las cosas, a creer que le estaban robando y a dejarse las hornallas prendidas o las puertas sin llave.
Eso los llevó a contratar a una vecina y amiga, para que se quedara con ella por las mañanas, mientras todos trabajaban o estudiaban. Con el tiempo, la abuela empezó a decir que era ella quien le robaba, por lo que la señora dejó de ir y la familia se dedicó de lleno a su cuidado. Nunca se sintieron obligados a cuidarla, pero sí se dieron cuenta de que era algo nuevo para todos.
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Los cuidadores principales fueron su papá y su mamá, quienes se ocupaban de tareas como bañarla, cambiarle los pañales, prepararle la comida, entre otros. Camila y su hermana pasaban tiempo con su abuela, conversando con ella y cuidando de que no se escapara. También estaban sus tías (hermanas de su papá e hijas de su abuela), quienes se quedaban cuando la familia tenía eventos o viajes programados.
La abuela de Camila vivió con deterioro cognitivo durante tres años. Al principio, el avance fue lento, pero luego de un año el proceso se aceleró significativamente. Fue allí cuando notaron que empezaron los episodios de violencia, que se enojaba con frecuencia y que los confundía con personas del pasado.
“Había días en los que estaba bien y me pedía que ponga la pava para tomar unos mates. Pero había otros en los que se enojaba y no quería comer, ir al baño o acostarse a dormir”.
Camila recuerda una noche en que su abuela no se quiso acostar a dormir, pese a su insistencia. Se pasó las horas esquivando la cama y renegando del pedido. Por la mañana, una de sus hijas la fue a buscar para ir al banco a cobrar la jubilación. Al volver a la casa, pudo convencerla de acostarse a dormir.
Desde el momento en que no se levantó más de la cama, tuvieron que aprender y realizar otros trámites, como pedir una silla de ruedas en la obra social y una cama antiescaras. Las visitas del médico se hacían cada vez más frecuentes, los llamados a emergencias también. Con el tiempo dejó de comer sólidos y todo se lo preparaban en licuados, sopas o gelatina.
“La casa de mi abuela siempre estaba llena de gente: primos, tíos, sobrinos. A ella le encantaba hacernos de comer a todos y pasar el día en familia. Me acuerdo que un día me preguntó por qué ya nadie la visitaba, y tenía razón”.
Camila destaca que desde el principio se dieron mucho apoyo entre todos, pero que le hubiera gustado que otros integrantes de la familia estén presentes, no sólo para aliviar las tareas de cuidado sino porque su abuela notaba la ausencia.
En su relato también recuerda los días buenos con mucho cariño, como aquella vez en que tenía turno al médico y se levantó tan bien que pidió que la pintaran y le pusieran una cadena que ella quería mucho.
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